Recuerdo mirar por entre las lamas de la veneciana de
una de las dos ventanas que casi siempre dejabas con los porticones de madera,
pintados de rojo, abiertos de par en par, y comprobar que otra vez amanecía
nublado, y contemplar el ir y venir despacio y contagiosamente anestesiante de los
trenes, de todo tipo, mojados con la fina lluvia.
Y dejar pasar el rato viendo cómo subía y después bajaba
hasta dejar ver el fondo, la marea del río, igual que se bajaba tu cremallera,
tu ropa y la mía, camino al lecho, para enfangarme, perdiéndome adictivamente en
ti y en tu magnética espiral para no salir, y para no dejarte salir, salir de
mí, perdiendo el tiempo, perdiendo el norte, perdiendo mi tren de vuelta, por
ti, por un minuto más de querer regalarte mi calor a cambio de nada, o sí, de tu
mecánica estrategia de sensualidad helada, o simplemente, verte dormir unas
horas más.
Por suerte dejó de llover, y mi tren, encarrilado y a
tiempo, me devolvió aquí. Aquella afiladísima y cortante brisa marina me
obsequió, a modo de recuerdo, con un corazón resquebrajado por aquel frío como
el acero, pero no importa, parece que aun le funciona el artilugio a modo de
brújula a ese maltrecho músculo latiente, y aunque perdí el norte, ya volví en
mí.
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