26 mayo 2012

Perdiendo el Norte


Recuerdo mirar por entre las lamas de la veneciana de una de las dos ventanas que casi siempre dejabas con los porticones de madera, pintados de rojo, abiertos de par en par, y comprobar que otra vez amanecía nublado, y contemplar el ir y venir despacio y contagiosamente anestesiante de los trenes, de todo tipo, mojados con la fina lluvia.
Y dejar pasar el rato viendo cómo subía y después bajaba hasta dejar ver el fondo, la marea del río, igual que se bajaba tu cremallera, tu ropa y la mía, camino al lecho, para enfangarme, perdiéndome adictivamente en ti y en tu magnética espiral para no salir, y para no dejarte salir, salir de mí, perdiendo el tiempo, perdiendo el norte, perdiendo mi tren de vuelta, por ti, por un minuto más de querer regalarte mi calor a cambio de nada, o sí, de tu mecánica estrategia de sensualidad helada, o simplemente, verte dormir unas horas más.
Por suerte dejó de llover, y mi tren, encarrilado y a tiempo, me devolvió aquí. Aquella afiladísima y cortante brisa marina me obsequió, a modo de recuerdo, con un corazón resquebrajado por aquel frío como el acero, pero no importa, parece que aun le funciona el artilugio a modo de brújula a ese maltrecho músculo latiente, y aunque perdí el norte, ya volví en mí.

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